Codex Calixtinus

"Todos los pueblos irán en peregrinación hasta la consumación de los siglos"

viernes, 28 de mayo de 2010

Madrigal a la ciudad de Santiago

de Federico Garcia Lorca


Llueve en Santiago
Mi dulce amor
Camelia blanca del aire
Brilla entenebrecida al sol

Llueve en Santiago
En la noche oscura
Hierbas de plata y de sueño
Cubren la vacía luna

Miro la lluvia por la calle
Llanto de
piedra y cristal.
Mira en el viento desvaído
Sombra y ceniza de tu mar

Sombra y ceniza de tu mar
Santiago, lejos del sol
Agua de la mañana antigua
Tiembla en mi corazón.

sábado, 15 de mayo de 2010

La Compostela riojana -7-




Cuando aquel joven de una población cercana -al que le habían cerrado las puertas de un monasterio por no saber leer ni entender de latines- decide instalarse en este lugar poblado de hayas, no puede imaginar que su nombre quedaría formando parte de la historia para siempre. Se llamaba Domingo, y llegó a ser santo. Después de desbrozar el bosque, mejorar la calzada, construir un puente sobre el río Oja, hospitales e iglesias, dedicó el resto de su vida a atender a los peregrinos en camino hacia Santiago, cuidarlos y darles un sitio donde descansar.

Hoy, siglos más tarde, llegamos a esta ciudad que ha heredado la hospitalidad acogedora del santo. Ha sido una jornada por senderos de tierra donde la vista no tiene obstáculos, entre campos de cereales, tramos de subida, momentos de calor y bastante soledad, vigilados por la sierra de la Demanda y un cernícalo que voló demostrativo hasta desapareder. Nuestros pasos despiertan de la pereza en los últimos kilómetros cuando oímos la llamada circunspecta de la "moza más alta de la Rioja" que nos invita a un paso más ligero, y unos momentos después alcanzamos a ver la torre de la Catedral. No es demasiado tarde, pero los días -ahora en septiembre- se van quedando cortos y es necesario buscar donde descansar. La calle Mayor comparte el trazado jacobeo y su tiempo, sus casas-palacio, los conventos, y por supuesto los albergues. Frente al palacio del obispo de Osma (1600) -en lo que era la casa del Capellán de la comunidad- las monjas cistercienses, cumpliendo con la regla de San Benito de prestar cuidado a los peregrinos, tienen instalado un albergue, al que se accede por el antiguo pasadizo de carruajes de la Abadía. Aún se presiente allí el eco de tantos como pasaron, el rumor de unas vidas, y son las piedras -de nuevo ellas- las que cuentan la historia en el silencio contenido de los muros.

El dormitorio algo oscuro lo compensa esta vez un cuarto de baño completo y con agua caliente, pero hay que apresurarse si queremos acudir a la cita con la catedral. ¡Qué poco podía imaginarse el Maestro Garçión lo nombrada que iba a ser su iglesia! Este maestro de obras –posiblemente de origen francés- empezó su construcción en 1158 sobre los restos de la primitiva iglesia románica con la idea de seguir la línea de las grandes catedrales. Aquí está, algo más simplificada que el proyecto original y con diversas modificaciones a lo largo de los años, pero representando la voluntad de los maestros para superar incognitas y dificultades, vencidos todos los retos. Un reto es la torre, tercera de las construidas: la primera terminó sus días entre llamas, y la gótica que la sustituyó tuvo que ser desmontada por amenazar ruina. Ahora ésta, exenta de la iglesia y barroca, es con setenta metros la más alta de la Rioja. Toda esta arquitectura, la grande y majestuosa y también las pequeñas cosas, nos enseñan la voluntad del hombre para enfrentarse a las incógnitas y dificultades y salvarlas. También esto es un reto que le exige la vida.

En el interior, los peregrinos se agolpan delante del "gallinero" -obra gótica en memoria del conocido milagro del Santo- cosa que las pobres aves tienen que estar más que acostumbradas viendo el desinterés que muestran por su público. No nos detenemos demasiado y seguimos hasta el retablo mayor -de Damián Forment- una maravilla renacentista, el sepulcro de Santo Domingo con estatua yacente, el coro de madera de nogal y estilo plateresco, la Sala Capitular donde se guarda la mayor parte del tesoro del templo, y por supuesto el claustro. Una luz propicia al recogimiento te invita a pensar en los grandes maestros que tallaron la piedra y la madera y cincelaron las imágenes, en el esfuerzo que se hace tangible en el arte, en los símbolos y los rituales, en el secreto de los tiempos, y en esa magia que parece retener todo el conocimiento. Abrimos la puerta a nuestra curiosidad y traspasamos el umbral de lo que todavía no conocemos: una escalera estrecha, retorcida y tacaña de luz, nos lleva con esfuerzo hasta el clasistorio que acumula el polvo y el olor de los siglos. Vidrieras estrechas mantienen la humedad en el interior y prolongan sombras que se pierden en los muros y rincones. En este espacio hermético no es difícil sentir el eco de otros pasos, la presencia de aquellos artistas maestros constructores, que nos dejaron su herencia en un lenguaje lleno de incógnitas; como siempre serán las piedras las que nos lo puedan descifrar. Después de esto, la subida a la bóveda de la catedral es un regreso a la luz, al aire, y al presente.

Nos queda ya poco tiempo, pero con una cena y un buen vino queremos protegernos de cualquier imagen de nostalgia; mañana tenemos que dejar el Camino, pero no pondremos la palabra fin, sino un "continuar lo más pronto posible". Con este acento de esperanza dormimos un sueño reparador y tan confiado que no contamos con el reloj. Ya rozando la hora de salida, la voz obstinada de una de las monjas de la congregación nos despierta sin concesiones, amenazando con dejarnos encerrados en el albergue. Dos minutos más tarde estamos todos los peregrinos a medio vestir, con la mochila y los zapatos en la mano, en la calle.